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octubre 04, 2015

El ciclo de las ranas / El principio de no traducción - FOUCAULT

Foto: abc.es





El ciclo de las ranas

Pierre (o Jean Pierre) Brisset, antiguo oficial, daba clases de lenguas vivas. Dictaba. Esto, por ejemplo: «Nos, Pablo Perfecto, guardia de a pie, habiendo sido enviado al pueblo Capeador, nos hemos personado allí, revestido con nuestras insignias. Hemos sido recibido y aclamado en él por una población enloquecida, que nuestra presencia ha bastado para calmar». Es que los participios le preocupaban. Este cuidado lo llevó más lejos que a muchos profesores de gramática: a reducir, en 1883, el latín «al estado de argot», a volver a su casa, pensativo, un día de junio de ese mismo año de 1883 y concebir el misterio de Dios, a convertirse de nuevo en un niño para comprender la ciencia del habla, a hacerse él mismo editor de una obra cuya inminencia, sin embargo, había anunciado el Apocalipsis, a dar, en la Sala de las Sociedades de eruditos, una conferencia de la que hizo mención Le Petit Parisien en abril de 1904. Polybiblion habla de él sin estima: se trataría un servidor del combisme y del anticlericalismo cerrado de mollera. Espero un día mostrar que no es nada de eso.
Brisset pertenece —pertenecía, supongo que ha muerto— a una familia distinta: esta familia de sombras que ha heredado lo que la lingüística, en su formación, dejaba en el olvido. Denunciada, la pacotilla de las especulaciones sobre el lenguaje se convertía entre aquellas manos piadosas y ávidas en un tesoro del habla literaria: se buscaba con una notable obstinación, cuando todo proclamaba el fracaso, el arraigo del significado en la naturaleza del significante, la reducción de lo sincrónico a un primer estado de la historia, el secreto jeroglífico de la letra (en la época de los egiptólogos), el origen patético y croante de los fonemas (Darwin y su descendencia), el simbolismo hermético de los signos: el mito inmenso de un habla originariamente verdadera.
Révéroni Saint-Cyr, con el sueño premonitorio de un álgebra lógica, Court de Gebelin y Fabre d’Olivet, con una erudición hebraica cierta, habían cargado sus especulaciones con toda una gravedad demostrativa. En el otro extremo del siglo, Roussel sólo usa lo arbitrario, pero lo arbitrario combinado: un hecho de lenguaje (la identidad de dos series fonéticas) no le revela ningún secreto perdido en las palabras; le sirve para ocultar un procedimiento creador de discursos y suscita todo un universo de artificios, de maquinarias concertadas cuya aparente razón está dada, pero cuya verdad permanece enterrada (indicada pero no descubierta) en Cómo escribí alguno de mis libros.
Él, Brisset, está encaramado en un punto extremo del delirio lingüístico, allí donde lo arbitrario es recibido como la alegre e infranqueable ley del mundo; donde cada palabra es analizada en elementos fonéticos cada uno de los cuales equivale a una palabra; ésta a su vez no es más que una frase contraída; de palabra en palabra, las ondas del discurso se escalonan hasta la ciénaga primera, hasta los grandes elementos simples del lenguaje y del mundo: el agua, la mar, la madre, el sexo. Esta fonética paciente atraviesa el tiempo en una fulguración, nos vuelve a poner en presencia de nuestros antepasados batracios, más tarde despeña la cosmogonía, la teología y el tiempo a la velocidad incalculable de las palabras que obran sobre sí mismas. Todo lo que es olvido, muerte, lucha con los diablos, caducidad de los hombres, no es sino un episodio en la guerra por las palabras a la que los dioses y las ranas se entregaron antaño en medio de los ruidosos juncos de la mañana. Después, nada, ninguna cosa obtusa y sin boca que no sea palabra muda. Mucho antes de que el hombre fuera, eso no ha cesado de hablar.
Pero, como lo recuerda nuestro autor, «todo lo que precede no es aún suficiente para hacer que hablen aquellos que no tienen nada que decir».


I


La Science de Dieu y, en gran medida, La Grammaire logique se presentan como una investigación acerca del origen de las lenguas. Investigación tradicional durante siglos, que, desde el siglo xix, se vio obligada poco a poco a derivar hacia el lado del delirio. Baste un dato simbólico para esta exclusión: el día en que las sociedades eruditas rechazaron las memorias consagradas a la lengua primitiva.
Pero dentro de esta larga dinastía, un buen día desterrada, Brisset ocupa un sitio señero y actúa como un agitador. Súbito torbellino entre tantos tranquilos delirios.


II - El Principio de no traducción

Dijo en la Advertencia de La Science de Dieu: «La presente obra no puede ser traducida por completo»[1]. ¿Por qué? La afirmación no deja de extrañar, desde el momento en que viene de quien investiga el origen común de todas las lenguas. ¿No está ese origen, como lo quiere una tradición singularmente ilustrada por Court de Gébelin, constituido por un pequeño número de elementos simples ligados a las cosas mismas, que siguen existiendo en forma de huellas en todas las lenguas del mundo? ¿No es posible —directamente o no— conducir de nuevo hacia él todos los elementos de una lengua? ¿No es él eso en lo que cualquier idioma puede ser vuelto a traducir y no forma un conjunto de puntos gracias a los cuales todas las lenguas del mundo actual o pasado comunican? Él es el elemento de la traducción universal: otro en relación con todas las lenguas y el mismo en cada una de ellas.
Ahora bien, Brisset no se dirige hacia aquella lengua suprema, elemental, inmediatamente expresiva. Sino que se queda quieto sin moverse del sitio, con y en la lengua francesa, como si ella fuera en sí misma su propio origen, como si hubiera sido hablada desde el fondo del tiempo, con las mismas palabras, o faltándole unas pocas, distribuidas solamente en un orden diferente, trastornadas por metátesis, encogidas o distendidas por dilataciones y contracciones. El origen del francés no es para Brisset algo anterior al francés; es el francés que juega consigo mismo, y que cae ahí, al exterior de sí, con una polvareda final que es su comienzo.
Sea el nacimiento del mentón:
«El mentón = él aumentó. Por esta relación, el mentón aumenta después de que hayan sido mentadas lacara o la mandíbula. Sal mentón = Se alimentó. Comienzan a tomarse los ajos como ali-mento cuando el mentón, hasta entonces ali-corto, se formó. Con la llegada del mentón el antepasado se hizo vegetariano.»[2]
A decir verdad, no hay para Brisset una lengua primitiva que se pudiera poner en correspondencia con los diversos elem entos de las lenguas actuales, ni siquiera cierta forma arcaica de lengua de la cual se pudiera hacer que derivara, punto por punto, la que hablamos; la primitividad es más bien para él un estado fluido, móvil, indefinidamente penetrable del lenguaje, una posibilidad de circular por él en todos los sentidos, el campo abierto a todas las transformaciones, inversiones y recortes, la multiplicación en cada punto, en cada sílaba o sonoridad, de los poderes de designación. En el origen, lo que Brisset descubre no es un conjunto limitado de palabras sencillas sólidamente amarradas a su referencia, sino la lengua tal como hoy la hablamos, esta misma lengua en el estado de juego, en el momento en que se arrojan los dados, en que los sonidos ruedan aún, dejando ver sus sucesivas caras. E n esa primera edad, las palabras brincan fuera al toque de corneta decisivo, y son recuperadas sin cesar gracias a él, volviendo a caer de nuevo, cada vez según nuevas formas y siguiendo reglas diferentes de descomposición y de reagrupamiento:
«El demonio = el dedo mío no. El demonio presume de dos dedos —dedos de dos— , dado el dedo de Dios, su sexo... Invertida, la palabra demonio da: la monda = una mondadura = un mundo de altura. A lo alto del mundo = yo empino el mundo. El demonio se convierte así en señor del mundo en virtud de su perfección sexual... En su homilía él se guiaba por su ombligo: su ombliguía. La homilía es la mira del maligno. De un mar ígneo, ven tú, el más digno: el maligno es una criatura del mar, de un mar tibio. Ahí salta y sortea el martirio. Con mi salto al mar me tiro.»[3].
Dentro del lenguaje en emulsión, las palabras saltan al azar, como en las ciénagas primitivas nuestras ranas antepasadas brincaban según las leyes de una suerte aleatoria. En el comienzo eran los dados. El redescubrimiento de las lenguas primitivas no es en absoluto el resultado de una traducción; es el recorrido y la repetición del azar de la lengua.
Por esto es por lo que Brisset estaba tan orgulloso de haber demostrado que el latín no existió. Si hubiera habido latín, sería preciso remontar desde el francés actual hacia esa otra lengua diferente y de la que habría derivado según esquemas determinados; y más allá sería preciso aún remontar hacia el estado estable de una lengua elemental. Suprimido el latín, el calendario cronológico desaparece; lo primitivo deja de ser lo anterior; surge como los lances, encontrados repentinamente todos, de la lengua.




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Notas de traducción

[1]. Como se verá un poco más adelante, la observación de Brisset que cita Foucault —«La presente obra no puede ser traducida por completo»— no es exagerada. Pero, más que desanimarnos a realizar esa traducción, nos invita a comprobar, traduciéndolos, qué es exactamente lo que hay de intraducibie en los textos de Brisset y, al mismo tiempo, confirmar que las traducciones posibles son innumerables —ahora bien, recuérdese que esto también sucede con la poesía— . Por eso, aunque nunca se llegará a una traducción, es sin duda posible operar del mismo modo que lo hace Brisset y recrear con ello sus textos en un simulacro de traducción, obviando la traducción literal, que nunca podrá dar cuenta del lenguaje de Brisset y jugando con la lengua de la misma manera que él lo hace. Es el camino que se ha escogido.

      El libro de Foucault contiene cinco fragmentos originales de Brisset. Hemos optado por «traducir» tres de ellos y recoger en estas notas el texto original y una traducción literal, aunque tal vez una transcripción fonética hubiera sido más apropiada o, incluso mejor, la lectura en voz alta con nuestro mejor acento. Mientras que dos de ellos, por razones distintas, los hemos dejado en el «francés» original, para que, en uno (pág. 26 de esta edición), se vea la descomposición fonética, que implica voces latinas, griegas, alemanas, españolas, inglesas y quién sabe cuántas más, aparte del francés que prácticamente desaparece, y, en el otro (pág. 29 de esta edición), para no tener que forzar el comentario literal que Foucault hace de él.

[2]. Nuestra «traducción» procura seguir paso a paso la misma mecánica que pone en práctica Brisset a partir del original pouce («pulgar», nosotros aleatoriamente hemos escogido «mentón»):
«ce pouce = ce ou ceci pousse. Ce rapport nous dit que l’on vit le pouce pousser, quand les doigts et les orteils étaient déjà nommés. Pous ce = Prends cela. On commence à prendre les jeunes pousses des herbes et des bourgeons quand le pouce, alors jeune, se forma. Avec la venue du pouce l’ancêtre devint herbivore.»
      Literalmente: «Ese pulgar = ése o éste empuja. Esta relación nos dice que se le ve al pulgar empujar, cuando los dedos de las manos y de los pies estaban ya nombrados. Pous ce = Toma eso. Se comienzan a tomar los retoños de las hierbas y de los brotes cuando el pulgar, joven entonces, se formó. Con la llegada del pulgar el antepasado se convirtió en herbívoro.»

[3]. «Le démon = le doigt mien. Le démon montre son dé, son dais, ou son dieu, son sexe... La construction inverse du mot démon donne: le mon dé = le mien dieu. Le monde ai = je possède le monde. Le démon devient ainsi le maître du monde en vertu de sa perfection sexuelle... Dans son sermon il appelait son serf : le serf mon. Le sermon est un serviteur du démon. Viens dans lé lit mon: le limon était son lit, son séjour habituel. C’était un fort sauteur et le premier des saumons. Voir le beau saut mon
Literalmente: «El demonio = el dedo mío. El demonio muestra su dado, su palio, o su dios, su sexo... La construcción inversa de la palabra demonio da: el mundo dado — el dios mío. El mundo he = poseo el mundo. El demonio se convierte así en el señor del mundo en virtud de su perfección sexual... En su sermón llamaba a su siervo: el siervo mío. El sermón es el servidor del demonio. Ven en el lecho mío: el limón era su lecho, se residencia habitual. Era un gran saltador y el primero de los salmones. Ver mi bello salto



(De 7 sentencias sobre el 7° ángel [2da. ed.] Trad. de Isidro Herrera, Madrid: Arena Libros, 2002. Título original Sept propos sur le septième, Fata Morgana, 1986).



MICHEL FOUCAULT (FRANCIA, 1926-1984).






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